HEIRA

Apoyada sobre el alféizar de la ventana de su habitación, por donde aún se colaba algún que otro tenue rayo bermejo, Heira mantenía la mirada en blanco, totalmente cautivada por sus pensamientos. Absorta. Si en vez de mirar hubiera hecho el esfuerzo de ver, habría advertido cómo se encendían por primera vez las luces que iban a decorar su calle esa Navidad. Si en vez de escuchar se hubiera concentrado en oír, habría percibido las primeras notas de un villancico que desprendían los megáfonos que se habían colocado en las farolas de su calle. Si su madre hubiera entrado en la habitación en ese momento, habría pensado que su hija estaba perdiendo el tiempo otra vez, en lugar de estudiar para su examen de la semana que viene. Pero no.

"Suspiros de sal: Muchacha en la ventana". Salvador Dalí

En realidad, a pesar de su aparente ensimismamiento, Heira luchaba por poner en orden las ideas que iban y venían por su cabeza en el más absoluto caos. El asalto al Capitolio, la detención de Navalni, los bombardeos en Gaza, el paulatino pero cada vez más pronunciado deshielo del Ártico, la guerra por el control de las rutas de gas en el Mediterráneo, los talibanes en Kabul, el repunte de la pandemia…Había sido un año duro para miles y miles de personas y a sus padres sólo les preocupaba el maldito examen de biología. Es injusto. Todas sus amigas habían quedado para ver el encendido de las luces de Navidad, menos ella.

De no ser por aquel último pensamiento y porque un pequeño copo de nieve rasgaba de arriba abajo su nublado campo de visión, trayéndola de nuevo a la realidad, Heira habría olvidado que tenía que escribir el cuento de Navidad para el concurso que cada año su colegio organizaba. Solo le quedaban unas pocas horas para entregarlo. El año pasado se quedó a las puertas del primer premio y deseaba más que nada poder ganarlo en esta ocasión.

Hacía ya un par de semanas que había decidido que aquel cuento debería ser diferente a los demás. Al fin y al cabo, desde que tenía uso de razón, pensó Heira, todos los cuentos navideños que conocía siempre empezaban con algún suceso dramático, incluso trágico, que milagrosamente desencadenaba en un final inmensamente feliz. Que si un viejo gruñón que odia la Navidad termina por convertirse en una buena persona, que si una familia olvida a su hijo en casa, que si un ser verde de Villa Quién es marginado por la sociedad y empujado a odiar cualquier símbolo de felicidad…Todo eso estaba muy visto. Heira quería narrar una Navidad real, cotidiana, de las que viven millones de personas cada año; con sus blancos, negros y grises, pero felices. Es en los pequeños detalles de cada día donde se encuentra la alegría. Es en los pequeños detalles de las navidades donde reside su magia. Agarrando papel y boli, Heira miró una vez más hacia la calle.

El copito de nieve se posó sobre su ventana. Sonrió. Heira empezó a escribir:

“Un copo de nieve se precipitaba despacio, casi a cámara lenta, rumbo a un pequeño pueblo cerca de Madrid. A no mucha distancia de él, lo seguían los demás, con paso tranquilo pero firme. Él iba a ser el primero en llegar.

Mientras el copo continuaba su descenso, en una calle de aquel pueblecito, un señor de no más de cuarenta años, sentado en la puerta de un supermercado, con aspecto harapiento y una costra de suciedad pegada a su piel de hace varios días, veía cómo a una señora elegantemente vestida se le caía una cartera que parecía llena de dinero.

Al mismo tiempo, un par de manzanas más allá, una señora mayor se encontraba en su cocina preparando la comida para el domingo. Sus dos hijos, con sus esposas, y sus cinco nietos vendrían a comer con ella, y quería que todo saliera perfecto. Desde que murió su marido, meses atrás, los pocos motivos para sonreír que mantenía eran aquellas visitas dominicales. Allí, cocinando, se sentía útil para su familia. Siempre le había gustado la cocina. Estaba nerviosa. El domingo pasado había quemado la paella. Olvidó por completo que tenía el fuego encendido. Dos semanas antes había mezclado recetas y, aunque comestible, el sabor resultó rancio. El médico ya le avisó de que cosas como esas le iban a pasar cada vez más a menudo. Algo de alzhéimer, entendió ella. Bah, no me acuerdo.

No mucho más lejos de allí, en la casa de enfrente, un bebé de dos años caía y caía constantemente en sus esfuerzos por pasar de gatear a andar, mientras sus padres observaban con ternura la escena.

Tres o cuatro calles al norte de aquella casa, una joven miraba por su ventana, ensimismada. Tenía examen de biología y sus padres no la habían dejado quedar con sus amigas para ver el encendido de las luces de Navidad. Pensaba en lo difícil que había sido aquel año, entre la pandemia, bombardeos, asaltos y guerras. Despertó de su sueño en vida y posó su vista sobre un copo de nieve que caía suavemente. El copito se posó sobre su ventana. Había sido el primero en llegar. Justo después cayeron todos los demás. La niña pensó que de no ser por todos los demás, el primer copo apenas habría aguantado un par de segundos sin derretirse. Todos nos necesitamos, pensó.

El mendigo recogió la cartera del suelo y salió corriendo para devolverla a la mujer elegante, que sonriendo le dio un billete de veinte euros para agradecerle su buena fe. Aunque la abuela por poco quema la cocina entera, su familia estaba con ella cada domingo, y eso la hacía feliz. Al poco tiempo, era su hijo mayor el que llevaba la comida preparada de su casa. El bebé dio su primer paso.”

 

-       ¡Heira, a cenar! -gritó su madre.

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