HÁGASE LA LUZ
Edward Johnson meditaba a oscuras, sentado en el sillón de cuero negro que su tía, con buen gusto, había decidido colocar en una esquina de su humilde salón de invitados. Aunque su habitación era mucho más cómoda, últimamente le gustaba refugiarse allí. Su tía había fallecido hacía ya unos meses y buscaba reencontrar su presencia entre aquellas estanterías llenas de libros, donde tantas horas pasaron conversando, a veces sobre temas superficiales como el tiempo y otras sobre las grandes cuestiones de la humanidad, como el sentido de la vida o la razón del sufrimiento. El olor de la tía Mary aún permanecía impregnado en los muebles, a pesar de la incesante humareda que la pipa de Edward desprendía cada noche, y que lo cubría todo. Tenía por costumbre fumar tan sólo por las noches, pensando que los efectos del tabaco se disiparían entre sus sueños. Aquella noche no era diferente.
Mientras
jugaba a hacer aros de humo y contemplaba el árbol de Navidad que había
instalado justo en la esquina opuesta de la habitación, que sin sol
perfectamente se podía confundir con una viga de madera inclinada contra la
pared, un pensamiento se hacía dueño de su mente, obligando a Edward a centrar
todos sus esfuerzos por reprimirlo. Era el mismo que desde hacía dos días lo
perseguía, sin descanso, allá donde fuera. Esa misma mañana, sin ir más lejos,
cuando llevaba un ramo de flores violetas a la tumba de su tía, lo había
distraído de su único propósito: pensar en ella.
Allí,
envuelto en la nube que su pipa expulsaba como un volcán en erupción, acabó
rindiéndose ante la insistencia de su mente, frente a la cual su voluntad no
pudo hacer nada. Notaba cómo su pecho se iba encogiendo cada vez más, cómo el
diafragma apretaba sus costillas hasta dejarle casi sin oxígeno. Apagó la pipa,
pero el dolor no cesó. Se puso en pie como pudo y fue a servirse una copa de
whiskey que guardaba para ocasiones especiales. Lo necesito, pensó. Quizá
fuera el sabor a malta envejecida en roble blanco, o quizá simplemente
inspiración divina, pero en un momento de clarividencia pudo descifrar el
porqué de sus preocupaciones.
Llevaba
años trabajando duro por hacerse un nombre en la sociedad, una reputación que
le otorgara el favor y admiración de las generaciones venideras. Sin embargo, lo
único que hasta ahora había conseguido era ser el segundo de su amigo Edison.
Llevaba años eclipsado, a su sombra. Comenzaron juntos en sus aspiraciones,
soñaron con un mundo mejor, pero toda la fama y mérito de lo que consiguieron
fue a parar en él. No es que aquello le molestara, ni mucho menos. Sin duda,
Edison era un genio y merecía con creces todo lo que había conseguido. Pero
yo también. Había llegado el momento de hacer algo grande, algo bello. No le
importaba que nadie recordara su nombre.
Echó
un vistazo al reloj de madera de arce que compró tres años antes en uno de sus
viajes a Canadá. En media hora sería Navidad. Había sido su primera Nochebuena
solo. Tras encender una vela que se encontraba anclada a la pared, agarró en
brazos el árbol y lo situó justo frente a la ventana. Una a una, hasta llegar a
un total de ochenta, fue colocando alrededor de las ramas del abeto bombillas azules,
blancas y rojas, no más grandes que una nuez, conectadas entre sí por un fino
cable. Sonaron las campanas. Medianoche. Hágase la luz, y la luz se
hizo. Feliz Navidad, tía.
A la
mañana siguiente, una muchedumbre de más de cien personas se reunía bajo el
balcón de Edward. Sonreían y hablaban a voces, admirados por aquel espectáculo
de belleza. Cuando despertó y se asomó por la ventana, la más profunda
felicidad invadió su cuerpo. Había hecho de su profesión un motivo de alegría
para los demás.
Desde
entonces, aunque nadie recordara su nombre, la luz de Edward recorrería cada
hogar en Navidad. Una luz esperanzadora, una luz de pasión, una luz de esfuerzo
y trabajo duro. Una luz de amor.
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