HÁGASE LA LUZ

"Gernika". Pablo Picasso
Edward Johnson meditaba a oscuras, sentado en el sillón de cuero negro que su tía, con buen gusto, había decidido colocar en una esquina de su humilde salón de invitados. Aunque su habitación era mucho más cómoda, últimamente le gustaba refugiarse allí. Su tía había fallecido hacía ya unos meses y buscaba reencontrar su presencia entre aquellas estanterías llenas de libros, donde tantas horas pasaron conversando, a veces sobre temas superficiales como el tiempo y otras sobre las grandes cuestiones de la humanidad, como el sentido de la vida o la razón del sufrimiento. El olor de la tía Mary aún permanecía impregnado en los muebles, a pesar de la incesante humareda que la pipa de Edward desprendía cada noche, y que lo cubría todo. Tenía por costumbre fumar tan sólo por las noches, pensando que los efectos del tabaco se disiparían entre sus sueños. Aquella noche no era diferente.

Mientras jugaba a hacer aros de humo y contemplaba el árbol de Navidad que había instalado justo en la esquina opuesta de la habitación, que sin sol perfectamente se podía confundir con una viga de madera inclinada contra la pared, un pensamiento se hacía dueño de su mente, obligando a Edward a centrar todos sus esfuerzos por reprimirlo. Era el mismo que desde hacía dos días lo perseguía, sin descanso, allá donde fuera. Esa misma mañana, sin ir más lejos, cuando llevaba un ramo de flores violetas a la tumba de su tía, lo había distraído de su único propósito: pensar en ella.

Allí, envuelto en la nube que su pipa expulsaba como un volcán en erupción, acabó rindiéndose ante la insistencia de su mente, frente a la cual su voluntad no pudo hacer nada. Notaba cómo su pecho se iba encogiendo cada vez más, cómo el diafragma apretaba sus costillas hasta dejarle casi sin oxígeno. Apagó la pipa, pero el dolor no cesó. Se puso en pie como pudo y fue a servirse una copa de whiskey que guardaba para ocasiones especiales. Lo necesito, pensó. Quizá fuera el sabor a malta envejecida en roble blanco, o quizá simplemente inspiración divina, pero en un momento de clarividencia pudo descifrar el porqué de sus preocupaciones.

Llevaba años trabajando duro por hacerse un nombre en la sociedad, una reputación que le otorgara el favor y admiración de las generaciones venideras. Sin embargo, lo único que hasta ahora había conseguido era ser el segundo de su amigo Edison. Llevaba años eclipsado, a su sombra. Comenzaron juntos en sus aspiraciones, soñaron con un mundo mejor, pero toda la fama y mérito de lo que consiguieron fue a parar en él. No es que aquello le molestara, ni mucho menos. Sin duda, Edison era un genio y merecía con creces todo lo que había conseguido. Pero yo también. Había llegado el momento de hacer algo grande, algo bello. No le importaba que nadie recordara su nombre.

Echó un vistazo al reloj de madera de arce que compró tres años antes en uno de sus viajes a Canadá. En media hora sería Navidad. Había sido su primera Nochebuena solo. Tras encender una vela que se encontraba anclada a la pared, agarró en brazos el árbol y lo situó justo frente a la ventana. Una a una, hasta llegar a un total de ochenta, fue colocando alrededor de las ramas del abeto bombillas azules, blancas y rojas, no más grandes que una nuez, conectadas entre sí por un fino cable. Sonaron las campanas. Medianoche. Hágase la luz, y la luz se hizo. Feliz Navidad, tía.

A la mañana siguiente, una muchedumbre de más de cien personas se reunía bajo el balcón de Edward. Sonreían y hablaban a voces, admirados por aquel espectáculo de belleza. Cuando despertó y se asomó por la ventana, la más profunda felicidad invadió su cuerpo. Había hecho de su profesión un motivo de alegría para los demás.

Desde entonces, aunque nadie recordara su nombre, la luz de Edward recorrería cada hogar en Navidad. Una luz esperanzadora, una luz de pasión, una luz de esfuerzo y trabajo duro. Una luz de amor.

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